En aquel centro los alféizares de las ventanas relucían. Crisol del interculturalismo. Sus residentes eran los que más sanos tenían sus hígados. Un empresario de vocación, incomprendido e inasequible al desaliento, tomaba bocadillos de chorizo para compensar sus frustraciones ya que nunca le habían puesto para cenar boquerones fritos. Otro mataba figurada y periódicamente a todos sus familiares cercanos con el fin de recibir el mayor número de pésames posible. Otro dibujaba monjes y paralelepípedos y se cogía amorosamente de la mano de su compañera para enfrentarse a los peligros del mundo exterior, era sensato. Otra, si meneaba la cabeza, temblaban las columnas del templo. El FAX era el sancta santorum. Valle-Inclán se movía por los pasillos con escepticismo y parsimonia. Cantar en el comedor no era signo de mala educación sino sospecha o pródromo de locura. Había dos mujeres que no se sabe que hacían allí y no estaban en donde tenían que estar: en el olimpo de los dioses cual reinas de belleza, o en taparrabos en el concurso televisivo “Supervivientes en la isla” enseñando palmito. Algunos se ponían bata, porque si no, no había manera de diferenciarlos. La dieta, los ajos, las raciones, eran los temas que generaban mayor controversia y donde se plasmaba quien tenía el poder real. Las botellas de vino daban más problemas estando vacías que llenas. No siempre eran efectivas las ramas de lavanda que alguien cultivaba con ahínco para dejarlas por las esquinas. De vez en cuando aparecía un bípedo con unos brazos muy cortos o una chaqueta de mangas muy largas, que nunca se vio en otra semejante. Al verle pasar exclamaban: ¡no tendrá a nadie que le quiera! Un trabajador malvado se divertía poniendo en riesgo de crisis mental al cobrador de la cafetería, pagándole 59 céntimos el café, cuando valía 60 y no 80 como en el Congreso de los Diputados. Cuando llegaba la fecha señalada, todos se disfrazaban alborozadamente, proyectando sus deseos más íntimos en aquellos ropajes, como si hicieran falta disfraces para semejantes evidencias humanas. Al fin ahí seguía aquel centro, pese al paso de los años, cual caña de bambú frente a los vientos cambiantes, pese a los Quijotes (Caballeros de la Triste Figura) y Sanchos que por él transitaron, enhiesto, entre la bruma (a veces), protegido por una cerca y un imaginario letrero orson-wellsiano: “NO TRESPASSING”. Aunque, como es bien sabido, ya que lo dijo el ilustre pensador de la era moderna, Joseph White, las cosas mudan y las personas permanecen.
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