lunes, 2 de noviembre de 2009

Apuntes veraniegos finales o mermelada de frambuesa

No quería dejar testimonios, no quería que pudiesen quedar fotos, tanto es el sentimiento de fugacidad que me inunda. Pero justo la levedad del instante, aunque también su belleza, me hizo reaccionar casi mecánicamente, y mientras nos íbamos en un coche rumbo a casa, antes de dejar la playa de la fertilidad pagana, usé la cámara de mi móvil. Los retorcidos y mochos pinos podrán ver todos esos atardeceres... y amaneceres. Ahí quedan de espectadores permanentes.
Quizá me influyó que una hora antes fui testigo del adiós a la infancia de mi hijo. Como si se tratase de un cuento, de una metáfora, pero sucedió realmente:
Por un descuido del grupo de niños que se bañaba y jugaba en el mar con una pelota, dejaron a ésta irse unos metros, no muchos. Pero cuando quisieron alcanzarla, ya no podían. Mi hijo, buen nadador, lo intentó, pero después de unos minutos que se me hicieron muy largos, porque se iba lejos y mar adentro, desistió. Luego me dijo que cuando estuvo a punto de alcanzarla, tragó agua, y por eso se le escapó. Yo me callé, no le respondí que se hubiese marchado igual. Fue él, del grupo de muchachos, el que realmente intentó recuperarla. La pelota se iba, parecía que lenta pero inalcanzable e inexorable para mi chico. Era la pelota con la que había jugado de niño, solo y conmigo. Tenía pintada una escena de Peter Pan, su primera película preferida. Peter Pan, el niño que se negaba a crecer, se iba a su mundo del nunca jamás, y mi pequeño se quedaba en el de aquí, diciendo adiós, sin él saberlo, a su niñez. Yo le despedí en ese momento, aunque llevaba varios meses viéndolo venir. Mandé al mes siguiente un S.O.S. por facebook, como en broma pero muy en serio, pidiendo que si alguien se la topaba, aunque fuese seis meses después en las costas americanas, me la devolviese. Inútil empeño. Pero en mi descargo hay que decir que yo conocí un ángel y ese era mi niño.

La realidad siempre se impone. Pocos minutos más tarde de todo aquello seis niños tenían que cenar y dormir. Algún día se llegaron a juntar ocho o más en la casa de mi cuñada y mi hermano. Colchonetas por el suelo, comidas por tandas, juegos a discreción. Un verano, como otros anteriores, que les debería marcar para siempre. Pero ellos dirán.
Cerca de casa nos descubren una playa conocida pero nueva. Casi circular. Varios kilómetros de arena blanca y finísima. Pierdo a los chavales de vista porque me entretengo en buscar "senrada", como cuando niño. Y después de comer me doy cuenta de que ellos ya no pueden experimentar el lento y desesperante paso del tiempo, cuando el futuro era infinito, y cuando los padres nos hacían esperar para bañarnos tres horas, no fuera que nos diese un "corte de digestión".

Otro día me piden ir de pesca y tengo el privilegio de poder llevarlos a uno de los lugares donde me pasé tanto tiempo, más bien solo pero a gusto, porque, aunque no sucedía, siempre tenía la ilusión de que picase algún pez. Y el chaval lo hace a los pocos minutos, frente a mis cientos, por no decir miles de horas de infructuosa espera. No se pueden compartir totalmente (vitalmente), pero al menos ellos conocen ya algunos de mis lugares.

Vamos a "la ciudad en la que nadie se siente forastero". Yo ahora sí: forastero en la ciudad donde me criaron. Volví en octubre sin los chavales y me sentí solo en los paisajes de mi infancia y juventud, la época en la que estaban aquí todos.

También puedo decir que he hecho un tramo del Camino de Santiago con los peques. Haciendo camino, compartiendo camino con mis hijos en un tramo de su vida. Con protestas, caídas y raspaduras, riñas, momentos de descanso, de conversación, de silencio, de ánimo mutuo, de risas, de consejos de ellos (me recomendaron que no comprara un sombrero que vendían en una casa al borde del camino porque me quedaba como el culo). A la nena le ha quedado muy grabado eso de que eran 12 kilómetros, tanto que lo eligió como portada de su cuaderno de Matemáticas.

Le enseño al chaval lo que consistía en ir "a armarlle ás troitas", en aquellos canales de riego cuando se cultivaban las tierras. Pero lo hago mal, porque no le dejo que lo haga él, ni que luego recoja el aparejo. ¿Habrá otra oportunidad? Los paseos los tres, de las cosas mejores de las vacaciones...
Me reservo algunos momentos más pequeños para que sean solo de nosotros tres.
En la casa donde vivimos quedaron dos vasitos con flores silvestres recogidas por la niña, en esos paseos. Adornando la cocina de la casa de mi Abuela. En una ventana que daba a la era de la casa, por donde se veía quien llegaba y a la que asomaron sus miradas personas importantes en mi vida. Esas pequeñas flores y esa inocencia quiero que permanezcan de alguna manera. Por eso hago esto.

1 comentario:

  1. Es bonito todo lo que cuentas. Enseñar a nuestros hijos lo lugares de nuestra infancia también es cultura y aprendizaje para el futuro. BESITOS Y SALUDITOS.

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